martes, 9 de febrero de 2010

Álvaro Barragán García

Foto de: Nazif Topçuoğlu
UN ORGASMO EN UNA CÁPSULA NEGRA

Descendió del autobús cuando todavía no había parado de llover. Finas agujas de agua fría se precipitaban sobre la acera y sobre la calzada produciendo un festival de colores al reflejar y descomponer la luz de los faros de los escasos automóviles que circulaban a aquella hora de la madrugada. Se ajustó el abrigo y encogió el cuello para protegerlo del frío entre las solapas subidas. Metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar con la mirada fija en el suelo y los pensamientos perdidos entre las piernas de Adela.

Horas antes le había sorprendido su llamada. No tenía noticias de ella desde antes del verano; desde que, junto a la puerta de embarque, la había despedido con la certeza de que no la volvería a ver. Pero esa tarde el teléfono sonó y al otro lado del hilo la voz desamparada de Adela le urgía a reunirse con ella en su viejo apartamento. No supo qué pensar, no le dijo nada más, sólo que quería verlo, así que media hora después apretaba el botón del ascensor que lo dejaría frente a su puerta. Antes de llamar dudó y por un instante tuvo la tentación de dar media vuelta y desaparecer definitivamente de su vida, pero la curiosidad y un mal reprimido anhelo de volverla a ver, cogieron su mano y pegaron el dedo sobre el timbre. Al principio no supieron qué decirse. Él esperaba, al fin y al cabo había sido ella quien lo había citado, la miró fijamente y la vio más guapa que cuando la dejó. La niebla de Londres le había sentado bien; había blanqueado su rostro y ahora sus enormes ojos negros resaltaban en la cara como dos simas abiertas hacia el fondo de sus pensamientos. Ella se acercó, le acarició la mejilla con la mano (una mano pequeña, de finos dedos, siempre fría) y acercó los labios a su cara posando apenas un beso junto a la comisura de la boca. Sintió un leve estremecimiento y, a pesar de la magia del momento (o tal vez por ello) no pudo evitar pensar en las aristas de su cuerpo desnudo. Estaba excitado.

Mientras abría una botella de vino blanco le fue contando el motivo de su llamada. Había vuelto hacía cuatro días y desde entonces, exceptuando a su médico, no había visto a nadie; ahora necesitaba un amigo que la escuchara y le ayudara a llevar a cabo la última parte de su plan. Pensé inmediatamente en ti, le dijo, a nadie he querido tanto. Era muy simple, iba a suicidarse. El cáncer estaba muy extendido y, no más allá de tres o cuatro meses, la muerte la sorprendería vagando por el mundo de la inconsciencia que proporciona la morfina. Quiero morir viva, le dijo mientras apuraba el último sorbo de su copa.

Por un momento pensó en alimentar la esperanza; pensó por un instante en que debería disuadirla, convencerla de que adelantar la muerte era dejarse vencer, rendirse, pero la conocía bien, miró de nuevo sus insondables ojos y percibió con nitidez la firmeza de su resolución, así que agachó la cabeza y siguió escuchando su plan; su descabellado y atractivo plan.

Sobre las sábanas se fueron desnudando despacio el uno al otro. Sus lenguas jugaron a buscar y reconocer sentimientos dentro de sus bocas. Sus manos se recorrieron como las de un ciego leyendo la pasión en cada rincón de sus cuerpos. Luego ella se tumbó, estiró el brazo y con la mano abrió el cajón de la mesilla de noche, cogió la cápsula negra, se la introdujo en la boca y se la tragó sin agua. Arqueó la espalda y lo recibió abierta de par en par. Unos minutos después, cuando lo sintió vaciarse dentro de ella, emitió un largo gemido y recibió a la muerte en forma de orgasmo.

Tapó su cuerpo con las sábanas, dejó la nota manuscrita sobre la almohada y llamó a la policía. Se vistió y abandonó el apartamento. Llovía. Se bajó del autobús y comenzó a caminar con la mirada fija en el suelo y los pensamientos perdidos entre las piernas de Adela.


EL LENTO DEAMBULAR DE LAS ESTRELLAS ENTRE SUS PIERNAS
Ablandaba el tedio criando tortugas a las que pintaba constelaciones en los caparazones, luego las dejaba deambular por el piso y miraba atenta el lento movimiento del universo sobre el suelo. En las tardes de lluvia pasaba horas con la nariz pegada en los cristales viendo pasar el tiempo distorsionado por las cortinas de agua que descendían por el vidrio de las ventanas. Las noches, como las tortugas, pasaban lentas y cansinas a su lado y apenas la rozaban, porque, sentada sobre un sillón Voltaire, leía libros de relatos en los que subrayaba los nombres de los personajes que, de una forma u otra, habían compartido con ella alguna vivencia, algún pensamiento o con los que, sencillamente, le daba por identificarse. Se había llamado Elisa, la del cartero, había sido Rebeca, maltratada por el paso ineludible de los años e incluso La Flaca, porque ayer quiso mirarse en el espejo de un cuento de una tal Clotilde Rodríguez y se vio reflejada en la pequeña perrita a la que sus hermanos de camada hurtaban el pezón de su madre. Era autocompasión, ella lo sabía, pero dejaba que el sufrimiento que le producía la conciencia de su soledad y la certidumbre de que envejecía entre estrellas ambulantes, le provocara la caricia del placer que proporciona el dolor autoinfligido.

Sólo las esporádicas visitas de Tomaso conseguían arrancarla durante unos minutos de esa especie de depresión inducida en la que se había acomodado como quien se habitúa al frío. Tomaso llegaba subiendo los escalones de dos en dos; nunca cogía el ascensor, en parte porque su estatura le impedía llegar al botón del sexto piso, en parte porque, a la carrera, liberaba el exceso de energía que acumulaba en su cuerpo de ocho años. Aporreaba la puerta con los puños (al timbre sí llegaba, pero no le gustaba su sonido, siempre tenía la impresión de estar aplastando una chicharra con el dedo) esperaba a que Elisa, Rebeca, La Flaca o quien quiera que esa tarde fuera, le abriera y sin mirarla a los ojos siempre posados sobre dos bolsas grises, abría la tapa de una pequeña caja de cartón en cuyo interior se revolvía excitado un ecosistema vivo de moscas, saltamontes y lombrices, perdido entre manojos de césped arrancados de cuajo y hojas de morera. Para las tortugas, decía, y no más dejaba el micromundo en las manos de ella iniciaba una loca carrera por el pasillo y las habitaciones recolectando constelaciones de debajo de armarios, camas y sillones. ¡Falta Orión! gritaba desde detrás de una cómoda. Ella sonreía, alisaba su cabello como si ese fugaz rastro de luz en su rostro le hubiera inducido de repente la necesidad de sentirse guapa y le contestaba: está aquí, junto a Casiopea. Merendaban pan con chocolate mientras miraban al universo engullir insectos como un agujero negro, luego, saciados unos, saciados otros, soltaban a las tortugas y comenzaba de nuevo la lenta expansión estelar sobre el parqué. Tomaso se iba prometiendo volver otro día y ella se hundía de nuevo entre las orejas de su sillón Voltaire para buscarse en las páginas de cualquier libro de relatos.

Los golpes seguidos de los pequeños nudillos sobre la puerta la rescataron del fondo del pozo de su melancolía. Volvió a alisarse el pelo y se dirigió a abrirle a Tomaso mientras con su mirada localizaba el emplazamiento de las estrellas nómadas. Asió el picaporte y con un leve giro le abrió. Volvió a sonreír. Venía con las manos vacías y la cara sucia, había llorado. Mi madre no quiere que vuelva, le dijo, dice que sólo a una loca se le ocurre pintarle el caparazón a las tortugas. Adela (hoy se llamaba así) acercó la mano a su cara y retiró de su párpado una última lágrima perdida. ¿Tú crees que yo estoy loca?, le preguntó. Tomaso la miró a los ojos y descubrió el desamparo en sus pupilas, luego buscó con su mirada y localizó a Pegaso junto al paragüero. Volvió a mirarla y le contestó: no te preocupes, puedes darle mi chocolate. Dio media vuelta y bajó a saltos la escalera dejándola vacía como una caracola sobre la arena de la playa. Llovía, pegó la nariz al cristal y suavizó el paso del tiempo mirando sin ver el reflejo distorsionado sobre la acera empapada de las primeras farolas de la noche. Luego volvería a sus cuentos, esta noche se buscaría en Lucía, la que pintaba tortugas para ver las estrellas deambular entre sus piernas.



Nací un día del mes de abril de 1963 en Sevilla y desde entonces vivo en esta ciudad del sur de España. Estudié Derecho en la Universidad Hispalense y cuando me licencié me di cuenta de que no me gustaba ser abogado. Hoy agradezco esa inspiración de los dioses que me hizo percatarme de que la abogacía no era lo mío, porque lo sustituí por la docencia y encontré mi vocación: Soy profesor de Derecho Fiscal y no hay nada que me guste más que ponerme frente a mis alumnos con una tiza en la mano (salvo la cocacola, reconozco mi adicción).

Mi currículo literario es nulo, no he publicado nada, en realidad no comencé a escribir hasta que, gracias a una amiga, descubrí ficticia, pero ahora se ha convertido en una especie de compulsión. Tengo una novela remitida a algunos concursos en espera del resultados y decenas de relatos breves con los que no sé qué hacer, porque sólo escribo para Ficitica, pero de publicaciones, nada de nada. ¿Quién sabe? Quizá algún día.

Una frase: El epitafio de la tumba de Groucho Marx: "Perdonen que no me levante".
http://www.ficticia.com/autores/alvarobarragansem.html

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